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Bono de U2 ¿Un mesías o un hipócrita? Por qué despierta tantas antipatías

A punto de cumplir 60 años, analizamos la figura uno de los cantantes más exitosos de la historia de la música y también firme activista y filántropo. A pesar de todo esto, no puede evitar que muchos vean en él a un multimillonario que da lecciones

En un episodio de 2007, South Park satirizó sobre la imagen pública del cantante de U2. Tras pasar tres semanas estreñido, Randy defecaba la caca más grande de la historia, pero unos días después Bono (Dublín, 10 de mayo de 1960) reclamaba el récord. Randy y su hijo Stan visitaban al cantante en su mansión para pedirle que retirase su candidatura porque, a diferencia de Bono, Randy no había ganado nada en su vida. Pero la estrella del rock se negaba “a ser el número dos en nada”. Entonces se desvelaba el secreto mejor guardado de Bono. El cantante no ostentaba el récord de boñiga más grande del mundo, sino que él mismo era el récord: el padre de Bono defecó un excremento tan grande en 1960 que decidió criarlo como a un hijo, lo cual, según la conclusión del episodio, explica por qué Bono puede ser la estrella más solidaria del planeta y a la vez ser “el mayor mierda” del planeta.

Bono es uno de los chiste recurrentes predilectos de la cultura pop. Protagonizó el primer Celebrities de Muchachada Nui, en el que Joaquín Reyes aparecía disfrazado de Bono y se ponía a llorar mientras proclamaba: “¡Soy tan buena persona, albergo tanta humanidad!”. Acababa abordando transeúntes por la calle gritándoles: “¡Que soy Bono, copón!”. Esta parodia resume la percepción que la opinión pública tiene sobre el rockero: un tipo obsesionado con su propia bondad y empeñado en gustarle a todo el mundo. Hasta su compatriota Sinead O’Connor confesó que cada vez que tiene impulsos suicidas lo único que la detiene es la idea de que Bono daría un discurso en su funeral.

Uno de los chistes más emblemáticos de Robin Williams en los noventa hacía referencia a la costumbre de Bono de ponerse a chasquear los dedos en intervalos de dos segundos durante sus entrevistas para indicar que con cada chasquido moría un niño en África: “¿Y por qué no dejas de chasquear los dedos entones?”, se preguntaba el cómico. Hace dos años la web satírica Waterford Whispers tituló: “9 de cada 10 bebés irlandeses nacen con intolerancia a Bono”. Si estos chistes funcionan es porque cualquier chiste a costa de Bono funciona, incluso entre la gente poco familiarizada con su trayectoria. ¿Pero por qué alguien tan caritativo despierta semejante aversión colectiva?

El catedrático de psicología Craig Parks considera que la antipatía hacia las personas humanitarias parte del miedo a que, si la solidaridad se convierte en la norma, todos los demás parecerán peores personas. El rechazo a la santurronería consiste en que a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer y menos todavía que le hagan sentir culpable por no hacer lo suficiente. En el caso de Bono, huele a superioridad moral mesiánica y pretenciosa. El irlandés se ha autoerigido como la cara más visible del activismo pop y allá donde haya miseria aparece para cantar una canción. Pero si la solidaridad de las celebridades tiende a ser recibida con recelo, la de Bono provoca directamente resentimiento: su discurso aspira a sonar tan apolítico como el de una miss (la guerra es mala, la pobreza es mala, paz en el mundo) y simplifica conflictos geopolíticos complejos. Porque, al fin y al cabo, el pop es simple por naturaleza. Y el activismo de Bono por tanto resulta cosmético, bordeando a veces la hipocresía.

El patrimonio de Bono (Paul Hewson adoptó Bono Vox, “buena voz” en latín, como su nombre artístico a principios de los ochenta) se estima en unos 650 millones de euros, lo que le convierte en el segundo músico más adinerado del planeta, solo por detrás de Paul McCartney. U2 ostenta el récord de la gira más exitosa de la historia, el 360º Tour de 2009-2011, que recaudó 700 millones y congregó a una media de 66.000 personas por concierto. La banda ha alcanzado un estatus comparable al de The Rolling Stones o Bruce Springsteen, en el que sus shows son un acontecimiento que atrae incluso a personas que apenas conocen su repertorio. Su última gira hasta la fecha, la que conmemoraba el 30 aniversario de The Joshua Tree en 2017-2019, atrajo 2,8 millones de espectadores y recaudó 305 millones. Los cálculos indican que la media del precio de las entradas superaba los 100 euros. En 2013 Bon Jovi, una banda menos grandilocuente en su abogacía por la justicia social que U2, bajó el precio de sus conciertos en España a 18 euros como gesto solidario con la crisis económica que todavía asolaba nuestro país.

En Irlanda hay un chiste popular que dice que la diferencia entre Dios y Bono es que Dios no va por ahí creyéndose Bono. Pero el cantante no siempre tuvo esta imagen de egomaniaco narcisista. Sus primeras canciones post-punk como New Year’s Day (sobre el movimiento de solidaridad polaco), Sunday Bloody Sunday (las protestas violentas de Irlanda del Norte) o Pride (una celebración de Martin Luther King y la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos durante los sesenta) eran alegatos antisistema sobre conflictos específicos. Y el triunfo mundial de U2 animó a soñar a una Irlanda tan empobrecida y tan desolada por la emigración que sus ciudadanos bromeaban: «El último en salir del país que apague la luz”.

El público, o al menos cierto sector del público, siempre prefiere que los cantantes solo abran la boca para cantar y espera que las estrellas del rock mueran jóvenes o envejezcan en silencio. Hace unas semanas, Bono publicó una canción para amenizar el actual enclaustramiento de la población. El vídeo apenas tuvo repercusión. Según sus detractores, nada podría molestarle más que eso. Porque su bondad pública es una fuente de rencor pero también el principal motivo por el que Bono, a diferencia de la mayoría de los rockeros de su generación, sigue siendo relevante.

Fuente: El País.

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